> Elijo mi propia aventura (cuando puedo).
Curaduría: Roberto Echen.
Galería AG. Santa Fe (Argentina). 2011. 

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LO IMPOSIBLE O LO QUE SIEMPRE ESTUVO AHÍ.
Por: Roberto Echen- Curador.

La posibilidad de encontrar(se) es -quizás- un dispositivo deseante que atraviesa  la modernidad y -sobre todo- el arte de la modernidad. Probablemente desde un lugar más bretoneano (l’objet trouvé) que duchampeano[1].
Encuentro era, aquí, hallazgo.
Ese periplo que hizo del viaje un lugar privilegiado, el lugar donde la «posibilidad» del encuentro lograba su mayor probabilidad, atravesó de modo constitutivo la experiencia y la práctica artística en ese período del arte al que se suele llamar moderno y que llega hasta los años 60 del siglo pasado.
El viaje: desplazamiento físico, intelectual o moral, ruptura conceptual, que llevaría a tierras -o aguas- inexploradas que nos pondría ante la posibilidad de un nuevo mundo.
Después.
Cuando esa modernidad que supone los encuentros -y las búsquedas- (que debían tener la intensidad de la revelación), ve caer sus pilares, lo que queda es un espacio vacío, o, en todo caso, zonas no unificables en un gran tema colectivo o una razón universal que pudiera guiar las acciones, una topología en la que no hay afuera o adentro y que postula que todo es posible: anything goes.
Momento difícil. Y sumamente interesante, desde ese lugar de interés que parece postular.
Cintia Romero pertenece (cronológicamente y porque se sitúa allí) a este momento.
Cintia sabe que las grandes distancias -no sólo geográficas- no suponen la posibilidad de un hallazgo; que plantean, sí, la oportunidad de mirar, de reposicionar la mirada, de modificar -mínimamente- el punto de vista.
La cito:
Asumir que la distancia ejerce el poder de permitirme mirar lo que tengo cerca.
Creer aún en la posibilidad de cambiar el relato, no hablo de los grandes y audaces, sino de los de minúsculo significado.
Esta asunción de la que habla, esta posibilidad que menciona, ya son -en sí mismas- el viaje; un recorrido -y uno que no se parece al sosiego, aunque a una lectura desatenta pueda parecer no muy movido-.
De nuevo, según ella misma:
Detener la mirada sobre lo mínimo, sobre lo que está casi condenado a pasar desapercibido.
Reconocer lo conocido a través del movimiento hacia lo desconocido.
Pensar que algo puede cambiar un poco, moverse unos centímetros o hacerse levemente más visible.
Este reconocimiento es el que se produce después de la decepción y postula la pérdida.
Pero.
Esa decepción puede convertirse en «revelación» (como en el relato «Historia de los dos que soñaron» de Borges y en el anime del que parte uno de sus proyectos [2]) a condición de que uno «encuentre» la flor en el reencuentro con el propio espacio, y no reencontrando el propio espacio como default [3].
Me refiero a que lo propio -en este caso- no es el residuo que queda porque lo otro está perdido, porque no se puede hacer otra cosa [4].
Este «reciclaje» de lo «propio» es el encuentro constante con eso que no sabemos qué es y que durante mucho tiempo creímos conocer porque tenía el nombre tan familiar de «yo».
Esta propiedad está propiada cada vez de nuevo.
Lo que me lleva -aunque no me había ido de allí- al lugar que nos convoca: el arte, en particular el de Cintia Romero.
Al arte se vuelve.
Se vuelve en tanto es el arte el que ha tenido que pensar su posibilidad y pensarse desde otros lugares, desde lo incierto de su objeto, desde la imposibilidad de precisar sus límites.
En el caso de Cintia Romero esto tiene varios sentidos. Entre otros, uno que me reclama.
En un momento Cintia pasa de la fotografía a la pintura, «vuelve» a la pintura.
Y pinta flores.
Un espacio, una zona del arte que estuvo vedada para el pensamiento de toda la primera mitad del siglo XX [5].
Esa vuelta lo es si se aleja de la tranquilizadora esperanza de haber llegado al punto de partida.
Porque en arte no hay medios [6]. Las técnicas, los medios, los materiales, lo son si están inscriptos como lenguaje.
De aquí que cierto deseo que a veces se manifiesta desde sectores del campo del arte, y de algunos espacios académicos, no sea otra cosa que nostalgia.
No es posible escapar a la nostalgia.
Desde el arte, la nostalgia de la importancia aurática de la obra, el duelo que no está hecho.
Entonces.
Cintia Romero trabaja la colección.
La colección se coloca en relación a la nostalgia en varios sentidos.
Desde lo afectivo, esa serie deviene metonimia del tiempo (siempre pasado) en que los elementos que componen la serie no se pensaban dentro de una colección.
Por otro lado.
La colección emerge en el lugar de sustitución del «único».
Cuando el único es insostenible puede sostenerse la colección.
Entre las posibilidades del arte contemporáneo está la de pensarse en la diferencia, en lo plural desde el lenguaje mismo (desde los lenguajes), desde lo que no puede completarse y mucho menos cerrarse en y sobre sí mismo [7].
La colección es -desde allí- el lugar de la posibilidad (ya que aparece como lugar de apertura infinita si -como en el caso de Cintia Romero- deviene colección de modos tanto o más que de objetos).
Cintia Romero barre la arena de la playa, cae siempre una vez más en el mismo pozo.
Lo que hace que lo anterior no sea demencia es ese leve desplazamiento, ese viaje hacia lo habitual revisitado, esa vuelta que lleva al límite de lo desconocido los espacios de reconocimiento y que -inversamente- puede acercarnos a lo que no nos es familiar: ese desplazamiento se llama arte.


[1] Si es que la indiferencia que postula Duchamp respecto del ready made no se construye sobre un espacio de deseo que se situaría entre el objeto y el gesto que lo señala.
[2] El proyecto se titula (a partir del anime «Angel la niña de las flores» de Shiro Jumbo), Viajo buscando la flor de los siete colores (Colección).
[3] Esto último surgió en respuesta a la artista en uno de los primeros cruces de emails que tuve con ella.
[4] En oposición a lo propio como lugar de relevancia marcado por una metafísica de la presencia que estaría en el borde de su clausura.
[5]  Me refiero al pensamiento tautológico del arte moderno y su oposición tajante a las propuestas miméticas cuya historia se remonta al renacimiento.
[6]  Me refiero a ciertos planteos que postulan una especie de ontología de los medios artísticos, sustrayéndolos a su inevitable inscripción en el lenguaje que los posibilita.
[7] Lo que podría provocar -en el límite- la suspensión del lenguaje.